La última vez
que lo vi estaba sentado en un banco en la plaza, parecía profundamente
abstraído mirando sin mirar la gente en su distraída cotidianidad. Cuando le
toque el hombro pude darme cuenta que lloraba, ingentes cantidades de lagrimas
corrían por su rostro. Le pregunté por qué lloraba y me respondió tajante con
un brillo en los ojos – Porque el mundo es hermoso y triste al mismo tiempo. En
ese momento quise llorar también y no pude, y pensé este es un verdadero hombre,
uno que sepa llorar por todos los hombres es un hombre de verdad, me encogí, me
sentí diminuto.
Algo en mi
corazón me decía que no lo volvería a ver, había algo de definitivo en el aire,
una sensación de suspenso como cuando vez una taza de café al borde de la mesa
y piensas – se va a caer. Los recuerdos de una intensa juventud se venían en
tropel a mi mente, sentía algo de fiebre y me parecía que mis pensamientos se
aproximaban con velocidad a un precipicio, al límite de la sensación, al límite
de sentir algo que no sé que es pero que tiene algo de familiar, de tristeza
olvidada.
Fuimos como
hermanos, quizás más, éramos amigos. Solíamos encontrarnos en el bar del
boulevard y de ahí luego de unos tragos decidíamos que hacer, nunca un plan,
siempre un anti plan. Nos montábamos en el carro e hipnotizados por las
amarillas luces de la ciudad, íbamos gritando canciones de libertad y pescando
a cualquier amigo que se encontrara en el lugar. A veces si andábamos bien
animados buscábamos los instrumentos a pilas (tremendos juguetes) y nos íbamos
a tocar a la playa hasta que amaneciera. Como quisiera haber grabado esas locas
sesiones, que en sus momentos más intensos me daba la impresión de estar dando
un concierto para duendes, miraba para atrás y no veía a nadie.
A veces
terminábamos en casa de mi mejor amiga que vivía con otro gran amigo y con una
botella de ron en la mesa recitábamos a nuestros muertos, a nuestros poetas
favoritos. Y pasábamos por Rimbaud, Poe, Bukowsky (este nos encantaba
especialmente a esas horas por sus versos borrachos), Cortazar, Ramos Sucre,
Neruda, al chino Valera y si la noche se ponía enigmática sacaba mis libros de
Blake… cuando estábamos bien borrachos poníamos Sui Generis y cantábamos hasta
que tocaban la puerta los vecinos.
Su madre lo
odiaba (y lo amaba), trato de matarlo en un par de oportunidades por lo que
ostentaba una curiosa marca en su delgado rostro que daba par a su mirada
perdida. Tocábamos en su casa hasta que nos botaba y finalmente me lo
encomendaba, curiosamente a pesar de que la palabra “no” casi nunca descansaba
en mi boca. Siempre un guiño en sus ojos me hacía temblar, era una mujer de
unos cincuenta y tantos que mantenía una belleza propia del mediterráneo que
presumiblemente puso loco a todos los hombres a su alrededor en su momento de
claro esplendor. Hoy tenía una sonrisa encantadora que compraba todo lo que se
robaba el tiempo, y una risa loca.
Eran días de
mucha cordura, no nos importaba casi nada, con unas monedas en el bolsillo
hacíamos lo que queríamos, no necesitábamos más. Yo con mis posters de las
bandas de rockanrol, los cassettes piratas y mi telescopio, él con la guitarra,
un pincel y mucha locura en la cabeza. La suerte nos perseguía, un día soñé que
me metía en una pirámide enclaustrada en una habitación de 10x10 y al día
siguiente pegué un triple de la lotería. Celebramos y terminamos en un bar de
prostitutas invitándoles tragos y riéndonos, pidiéndoles consejos de amor.
Luego en una
noche sin luna termine en la casa de unos buenos amigos y conocí a una chica
con la que estuve enamorado un buen tiempo, le escribía versos en su vientre
desnudo e imaginaba que su sexo era mi casa. Esto nos separo por un tiempo,
cuando lo vi de nuevo había empeñado los instrumentos para poder huir de su
casa, y de su madre. Me moleste muchísimo y luego de una acalorada discusión
cerré mi puño para impactar su rostro, pero no pude, sus ojos no tenían nada de
bribón, solo de soledad.
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