Una semana larga, de noches de trabajo y madrugadas
de rutina me pusieron en un estado letargo, con dificultad me mantenía en todos
mis sentidos y una sensación de extrañeza me invadía. Una cerveza al final de
la tarde del viernes terminó por extenuarme y dejarme recostado en el sofá
viendo de manera hipnótica el techo de la sala.
Un sopor me levantó de sobresalto, una anormal
sudoración empapaba mi camisa y mi rostro. Una iluminación extraña entraba por
la ventana, ya llegada la noche esta era la única fuente de luz en la sala. De
un ocre pastoso esta luz se pegaba a mi piel dejándola ver fría y enferma, un húmedo
estremecimiento me recorrió toda la espalda. Para no pensar en esta situación
me puse la chaqueta que apenas llegado a casa deje al lado del mueble y salí a
la calle.
La calle lejos de darme la tranquilidad de lo
acostumbrado se mostraba conocida pero extraña, los colores, las formas
parecían las habituales pero ligeramente diferentes, lo que me inquietaba algo
más de lo que sentía en casa. Sombras de personas parecían ser más sólidas que
sus cuerpos reales. Esta luz ámbar de los postes de luz patéticamente penetraba
los cuerpos en la avenida.
Lo mas aterrorizante era la oscura vitalidad de los
edificios de mi cuadra, sus portales mostraban expresiones que iban desde la
sonrisa torcida a un lamentable rostro de dolor. La luz interna un poco más
brillante que la opaca versión del exterior parecía pesada, se derramaba sobre
el piso como si fuese de un líquido espeso. Lloraban o reían, era espantoso.
Ya en la plaza los borrachos vendedores de estampas
y cuadros de Jesús se colocan en sus lugares de abandono. Ya no venden nada
pero ostentan su mercancía como un mantra del absurdo, que hace juego con los
ojos vidriosos que los acompañan. Parecieran estar bebiendo pero con esa rara
sensación de que la droga no hace falta, ya están en otro lugar, es la botella
la que da la acción y no a la inversa.
Unos pasos mas allá me encuentro en un oscuro parque
que ostenta una extraña naturaleza, este me lleva al patio trasero de una casa
por donde me asome desde una pequeña ventana. Lo que vi me produjo un inaudible
grito, una opípara cena, sus comensales vestidos elegantemente pero a la usanza
antigua, sobre la mesa desordenando los lujosos cubiertos y platos un par de
musculosos perros negros observaban amenazantes a los participantes de la cena.
Con horror en los ojos abandoné la escena con miedo de que me hubiesen
escuchado.